La cultura del debate… televisivo

La cultura del debate… televisivo

Hace unos días se celebró un debate entre los candidatos a rector de la Universidad de  La Laguna, sano ejercicio democrático que nos dejó un sabor agridulce a quienes creemos en la cultura de debate como motor de las ideas.  La parte dulce vino dada simplemente por la existencia de tal encuentro. El hecho de que tuviese lugar denota una actitud abierta y democrática como es la de discutir programas electorales y  propuestas de gobierno frente al oponente u oponentes. Eso vale para un candidato a presidente, a rector o a delegado de curso.

Sin embargo, y aquí llega la parte agria, existen barreras que entorpecen el intercambio de argumentos y la espontaneidad de este tipo de actos. Al parecer, los debatientes pactaron los tiempos, los temas y los turnos de intervención hasta el mínimo detalle, sin permitir interrupciones o apelaciones, ni dejar apenas intervenir a la moderadora, de tal manera que el debate se convirtió en  una previsible sucesión de monólogos, en la que los participantes ni siquiera se dirigían la palabra directamente.  Igual que en la mayoría de debates políticos televisados.

No se nos escapa la enorme influencia que tienen los debates televisivos en este tipo de encuentros, provocando una onda expansiva que lleva formatos parecidos en todos los ámbitos, pero es preocupante que se impongan los debates de esta manera tan restrictiva, derivados del efecto mimético que provoca el medio y que lleve a muchos a pensar que los debates deben ser así y que estamos ante la forma correcta de debatir. No lo es.

Observen por ejemplo este debate que ofreció la televisión peruana entre los candidatos a las últimas elecciones celebradas en aquel país. No les pediremos que resistan los insufribles doce minutos que dura, pero sí que comprueben como nadie hace referencia al oponente. Cada uno pronuncia su discurso sin más, frente a un moderador que ni modera ni dirige dado que cuando se acaba el tiempo, el plano fijo, sólo uno, cambia automáticamente. De hecho ni siquiera sería necesario que estuviesen en el mismo plató.

Es la misma fuerza de la televisión la que introduce la costumbre del debate pero ¡ay! adulterada por las excesivas reservas de los jefes de campaña de cualquier color, que imponen unas restricciones tan grandes que el debate se desnaturaliza y termina no siendo tal. Llamémoslo dircursos paralelos, monólogos sucesivos, o exposición de argumentos , pero no debate. Porque éste apenas tiene lugar.

Son innegables los riesgos que corren los candidatos a la hora de enfrentarse en un plató. La televisión es un formidable escaparate en el que un aspirante que desconozca los códigos comunicativos del medio puede salir trasquilado, más por sus errores que por los aciertos del contrario. En el famoso, y casi legendario, debate entre Nixon y Kennedy de 1960, al primero no se le achacó ningún error de argumentación. No hubo ninguna propuesta por su parte que espantara al electorado ni tampoco se recuerda que JFK hiciera alguna promesa revolucionaria que diese la vuelta a las encuestas.  Todos los reproches que se le hicieron a Nixon tuvieron que ver con su actitud, con su apariencia nerviosa y sudorosa frente a un Kennedy tranquilo que resultó mucho más atractivo a los votantes.

En España los debates llegaron mucho tiempo después casi como un mal necesario para captar votantes indecisos y animar a la participación. Hoy día los equipos de campaña pactan unas normas entre ellos que llegan a usurpar la labor de periodistas, realizadores y personal técnico, que se limitan a seguir un guión preestablecido. Los partidos prohíben salirse de los temas pactados, establecen los tiempos de cada uno y los turnos en que intervendrán. Señalan incluso los planos que se permiten y cuándo se les puede mostrar y cuándo no.  Los medios claudican para no perder la oportunidad de retransmitir el acontecimiento y  el resultado es como decíamos un encorsetado encadenamiento de discursos.

En Estados Unidos, cuna del debate televisivo, los debates son tan abiertos que incluso el público puede llegar  a plantear sus cuestiones en muchos de ellos. Con permiso de los sociólogos y sin querer meternos en su terreno, creemos que  la naturalidad con la que se aceptan estas intervenciones tiene que ver sin duda con la cultura de debate que existe en aquel país, en el que el proceso de implantación del debate televisivo ha  sido inverso al del nuestro.  Allí la televisión recogió la costumbre de debatir, en un lugar donde esta habilidad social y comunicativa es una asignatura en las escuelas. El medio refleja el uso y lo potencia, permitiendo que se retroalimente.

En esta tierra nuestra el debate se entiende de una manera poco constructiva, por decirlo suavemente. Así que es el medio el que introduce el hábito  condicionando su percepción y su desarrollo a los valores puramente televisivos. Sólo así se entiende que un debate como del la ULL quiera imitar a los debates de la tele… pero sin televisión de por medio. Una vez más insistiremos: Los debates, mejor abiertos.

 



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